miércoles, 25 de noviembre de 2009

Preparativos

Sobre la cama había ropa revuelta y una maleta a medio hacer. Llevaba semanas preparando el viaje y no estaba segura de tenerlo todo listo.
Llenó la maleta, hizo el neceser. Dedicó una tarde a cada uno de sus amigos. Cogió fotos, recuerdos, libros y cd’s. Todo lo necesario para no echar de menos su casa. Organizo una última noche familiar. Compró cuadernos nuevos y limpios que llenar con sus futuros apuntes, para lo que también se compró un buen puñado de bolis de colores.
Hizo los trámites bancarios necesarios, los del móvil, se aseguró de que no había problemas con la beca y comprobó el billete y la fecha de salida mil veces al día, pero sabía que se le olvidaba algo.

Salió de casa. Cerró con llave. Había dejado una copia a su vecina y otra a su madre. Repasó la lista una y otra vez, pero nada. Algo se le estaba olvidando, y era incapaz de saber qué era eso que se dejaba en tierra. Llevaba el pasaporte, el dni en regla, facturó lo necesario y no tuvo problemas con el equipaje de mano. Había cambiado dinero en el banco hacía unas semanas, tenía el permiso de residencia ya impreso y llevaba el mp3 cargado para las 8 horas de vuelo. Pero… ¿qué era? ¿Qué…?

El avión despegó y, en su asiento junto a la ventanilla, Eva contempló la ciudad desde el aire. Sucia, ruidosa, llena de gente y de polución, pero, al fin y al cabo, su ciudad.
Y se dio cuenta.
Un año en Nueva York era un sueño hecho realidad. Llevaba meses preparándolo y le hacía muchísima ilusión. Su futuro y su mente ya estaban en la capital del mundo, pero su corazón… se lo había dejado en Madrid.

sábado, 21 de noviembre de 2009

Gominolas para el alma

Ana respiró hondo. Tenía que tranquilizarse, tenía que mantener la calma. Pero, ¿cómo lograrlo? ¿Cómo mantenerse calmada después de que la persona en quien mas confiaba le hubiese dicho que se acababa, que nunca había significado nada? Después de haberle visto tan cariñoso con otra 24 horas después de haberla dejado a ella…

Oyó pasos por el pasillo y aguantó un sollozo. No quería que nadie supiera que estaba allí, no quería que la oyeran o la vieran en ese estado, y mucho menos quería tener que contar lo que había pasado, porque cuando dices ese tipo de cosas en voz alta, de golpe, pasan a ser aún más reales.
Quienquiera que estuviera caminado fuera se detuvo justo frente a la puerta de la habitación y dio unos golpecitos. Ana veía la sombra de dos piernas por debajo de la puerta, pero seguía sin decir nada. La habitación estaba a oscuras, y ella había cerrado por dentro.
De nuevo, tres golpes. Ana se encogió más en el sofá y hundió la cara entre las rodillas, deseando que esa persona se diera por vencida. Pero no fue así.
-¿Ana? Venga enana, que sé que estás ahí…

¿Cómo narices sala había encontrado? Bueno, al fin y al cabo era Raúl, la conocía aun mejor de lo que se conocía ella misma. Pero daba igual, no iba a contestar. No quería ver a nadie, ni siquiera a él. No quería hablar, y menos aún con las pintas que debía de tener después de varias horas metida en un cuarto a oscuras.
-Venga… Sé lo que ha pasado. Sé lo que te ha hecho. Déjame entrar, anda, no pases por esto tú sola.
Silencio. Por toda respuesta Ana se tapó con la manta y le pidió perdón en silencio por estar ignorándole.
-Ana, venga, si traigo chocolate. Y gominolas. Y le he robado una tarrina de helado a mi hermana y me matará si se entera. Pero al menos la muerte será menos dolorosa si sabe que la he robado por una buena causa y no he dejado que se deshaga golpeando una puerta en mitad de un pasillo…
En su pequeño refugio, Ana esbozó una sonrisa. Raúl siempre sabía como hacerla reír.
-Sé que estás ahí, te oigo sonreír. Esos hoyuelos tienen un sonido característico que no puedes ocultar.
Envuelta en la manta y entornando los ojos por la avalancha de luz, Ana abrió un poco la puerta.
-Mmmh… ¿De qué es el helado?
-Déjame ver… Dulce de leche.
-A tu hermana no le gusta el dulce de leche.
-Vaya… ¿Será que no era de mi hermana? Pues entonces el chico que me lo ha vendido hace 10 minutos me ha engañado…
Ana volvió a sonreír y se hizo a un lado para dejarle entrar. La habitación seguía a oscuras, lo único que la iluminaba era la luz que entraba tras las cortinas y por la rendija de la puerta.

-¿Por dónde empezamos? ¿Chocolate? ¿Helado?- Ana le miró con cara de indiferencia.- Es que no se si las mujeres seguís algún ritual concreto con esto de la superación de la depresión en base a la comida o da igual el orden.
Ana soltó una carcajada y le lanzó un cojín, mientras sacaba la tableta de chocolate de la bolsa.

Se quedaron un rato así, en silencio, solo sentados el uno junto al otro comiendo chocolate y ositos de gominola. Hasta que ella rompió el hielo.
-No… ¿No me lo vas a decir?
-¿Él qué?
-“Ya te lo dije”; “tenias que haberme escuchado”; “nunca me haces caso” “el año y medio que te saco en sabiduría debería servirte de guía”; bla bla bla…
-No voy a regañarte por eso. Tú no has tenido la culpa, ese tío era un gilipollas. Tú te mereces algo mucho mejor que un engreído que piensa que puede dejarte marchar. Me pongo de mala leche con pensar en cómo se ha portado.
-Vaya. Gracias… creo.
-No, en serio. Es que hay que ser muy imbecil para pensar que va a encontrar a alguien mejor que tú.
-Pues, por lo visto, ya la ha encontrado. Estaban ahí, en la puerta…
-No te equivoques. Él cree que ha encontrado a alguien mejor que tú, pero eso es imposible. Tú eres única, enana.

Ana se recostó sobre su hombro y se dejo abrazar, sintiéndose mejor por momentos.
Le encantaba cuando la llamaba así. Daba igual que lo usara para vacilarla o para tratarla con cariño, que se enfadaran o que estuvieran con otros, en el fondo ella sabía que siempre sería su enana.
Los dos lo sabían.

jueves, 12 de noviembre de 2009

Absurdos detalles

Marcos llegó de la oficina cansado, como siempre. Al dirigirse a su cuarto escuchó mucho ruido en la habitación de Elena. Era extraño, entre semana ella solía pasarse en el despacho muchas más horas de las recomendables. Abrió la puerta, se asomó desde el pasillo y se la encontró saltando sobre la cama. No debía hacer eso, ya tenía una edad como para estar dando brincos sobre el colchón. Aunque, a decir verdad, llevaba días comportándose de forma muy extraña. Hacía cosas poco propias de ella: le echaba dos azucarillos al café, sonreía al saludar por las mañanas, había añadido un toque de color a su vestuario, se acostaba más tarde y, últimamente, empleaba más tiempo en escuchar música y leer que en acabar proyectos en su despacho.
Se quedó mirándola desde el marco de la puerta, con expresión intrigada y reprochadora.
-¿Se puede saber que estás haciendo?
Elena paró un momento de saltar y se sentó sobre la cama. Llevaba el pelo rubio revuelto y la cara algo roja, aunque sonreía de oreja a oreja.
-Ser feliz, para variar. Deberías probarlo de vez en cuando.

Marcos siguió su camino por el pasillo y se metió en su cuarto. Su compañera de piso estaba realmente extraña. ¿Ser feliz? Por favor, ni que la felicidad se encontrara en los absurdos detalles en los que ella buscaba.

miércoles, 4 de noviembre de 2009

Noticias, mentiras y lasaña

-Me alegra mucho que hayas venido a cenar, hacía mucho que no hablábamos.
-Lo se, lo echaba de menos… Por cierto, esto te ha quedado increíble. ¿Celebramos algo?
Carol sonríe y le sirve más lasaña.
-Mmm… Si, en parte si. Tú y yo nos conocemos de hace mucho y… Bueno, quería decirte yo misma que lo mío con Arturo va en serio.
-Genial, me alegro.- Contesta Lucas. Lo que hace un año le habría salido muy falso, ahora le sale natural. Hay que ver cómo se puede perfeccionar la mentira a base de práctica.
-Asusta decirlo, pero creo que podría ser el definitivo. Es lo mejor que me ha pasado en mucho tiempo.
-¡Vaya! Pues… ya sabes. Si tú eres feliz, yo soy feliz.
Concluye Lucas, con una falsa sonrisa, mientras nota que algo se le muere por dentro.