Sobre la cama había ropa revuelta y una maleta a medio hacer. Llevaba semanas preparando el viaje y no estaba segura de tenerlo todo listo.
Llenó la maleta, hizo el neceser. Dedicó una tarde a cada uno de sus amigos. Cogió fotos, recuerdos, libros y cd’s. Todo lo necesario para no echar de menos su casa. Organizo una última noche familiar. Compró cuadernos nuevos y limpios que llenar con sus futuros apuntes, para lo que también se compró un buen puñado de bolis de colores.
Hizo los trámites bancarios necesarios, los del móvil, se aseguró de que no había problemas con la beca y comprobó el billete y la fecha de salida mil veces al día, pero sabía que se le olvidaba algo.
Salió de casa. Cerró con llave. Había dejado una copia a su vecina y otra a su madre. Repasó la lista una y otra vez, pero nada. Algo se le estaba olvidando, y era incapaz de saber qué era eso que se dejaba en tierra. Llevaba el pasaporte, el dni en regla, facturó lo necesario y no tuvo problemas con el equipaje de mano. Había cambiado dinero en el banco hacía unas semanas, tenía el permiso de residencia ya impreso y llevaba el mp3 cargado para las 8 horas de vuelo. Pero… ¿qué era? ¿Qué…?
El avión despegó y, en su asiento junto a la ventanilla, Eva contempló la ciudad desde el aire. Sucia, ruidosa, llena de gente y de polución, pero, al fin y al cabo, su ciudad.
Y se dio cuenta.
Un año en Nueva York era un sueño hecho realidad. Llevaba meses preparándolo y le hacía muchísima ilusión. Su futuro y su mente ya estaban en la capital del mundo, pero su corazón… se lo había dejado en Madrid.
Llenó la maleta, hizo el neceser. Dedicó una tarde a cada uno de sus amigos. Cogió fotos, recuerdos, libros y cd’s. Todo lo necesario para no echar de menos su casa. Organizo una última noche familiar. Compró cuadernos nuevos y limpios que llenar con sus futuros apuntes, para lo que también se compró un buen puñado de bolis de colores.
Hizo los trámites bancarios necesarios, los del móvil, se aseguró de que no había problemas con la beca y comprobó el billete y la fecha de salida mil veces al día, pero sabía que se le olvidaba algo.
Salió de casa. Cerró con llave. Había dejado una copia a su vecina y otra a su madre. Repasó la lista una y otra vez, pero nada. Algo se le estaba olvidando, y era incapaz de saber qué era eso que se dejaba en tierra. Llevaba el pasaporte, el dni en regla, facturó lo necesario y no tuvo problemas con el equipaje de mano. Había cambiado dinero en el banco hacía unas semanas, tenía el permiso de residencia ya impreso y llevaba el mp3 cargado para las 8 horas de vuelo. Pero… ¿qué era? ¿Qué…?
El avión despegó y, en su asiento junto a la ventanilla, Eva contempló la ciudad desde el aire. Sucia, ruidosa, llena de gente y de polución, pero, al fin y al cabo, su ciudad.
Y se dio cuenta.
Un año en Nueva York era un sueño hecho realidad. Llevaba meses preparándolo y le hacía muchísima ilusión. Su futuro y su mente ya estaban en la capital del mundo, pero su corazón… se lo había dejado en Madrid.