lunes, 28 de junio de 2010

Una buena historia

-¿No puede mirarlo una vez más? Algo tiene que haber…
-Se lo diré por última vez: no hay nada de nada. Puedo buscar algo para dentro de dos semanas o un mes, pero para esta misma noche es imposible. Está todo agotado desde hace días.
Raúl se revolvió el pelo, algo inquieto, y pensó qué más podía hacer. Necesitaba esas entradas. Se giró un momento y comprobó que Ainhoa seguía hablando por teléfono en mitad de la acera.
Estaba desesperado y, en vista de que no contaba con mucho bolsillo como para recurrir al soborno de aquel estirado taquillero, decidió que lo mejor era explicarle toda la historia.
-Mire, sé que soy muy pesado, pero no lo sería si no fuera necesario tener esas entradas para hoy.
-Entiendo. ¿Acaso el señor se va mañana de la ciudad?
-No, no, yo vivo aquí.
-Entonces, ¿me puede explicar por qué no ha venido usted antes a comprar entradas?
Era tan absurdo que inventar una excusa habría sido aún más lamentable.
-Pues, verá, la culpa no es mía. ¿Ve usted a esa chica que habla por teléfono, la de los pantalones rojos? – El taquillero se incorporó un poco y Raúl se apartó para que pudiera ver bien a Ainhoa. –La conozco desde hace años. Es… es la chica más increíble que he conocido nunca. Y quiero que se venga a vivir aquí, conmigo.
El taquillero no daba crédito a lo que estaba oyendo. Pensaba que los que oían las miserias de los clientes eran los camareros, o los taxistas, pero no alguien que vende entradas para el ballet en el Teatro Real. Aunque su aburrimiento era tal que dejó que el chico se despachara.
-Discúlpeme, joven, pero no entiendo cómo puedo ayudarle yo a que esa chica se mude con usted.
-Verá, nosotros tenemos una relación, digamos… atípica. No somos pareja como tal. Pero yo la quiero, y sé que ella quiere vivir aquí, pero no lo admitirá nunca.
-Me temo que sigo sin entender mi papel.
-A ver…-Raúl hizo un gesto en un intento de que el taquillero le dijera su nombre. No funcionó. –señor taquillero.
Éste suspiró.
-Llámeme Héctor.
-Encantado, Héctor. Resulta que hace unos años hicimos una apuesta. Ainhoa, que es como se llama la chica, odia venir a visitarme porque dice que no soporta esta ciudad. Aunque yo estoy convencido que se queja de puro vicio y porque sabe que yo amo esta ciudad y así me hace de rabiar. El caso es que le dije que tenía que venir a verme más a menudo, porque así podría prepararle una visita decente, con la que conseguiría que amara este sitio tanto como lo amo yo. A lo que ella respondió que al contrario, que a partir de entonces vendría sin avisar, para conocer la ciudad tal y como era, sin que a mi me diera tiempo a preparar nada. Según ella, si esto era realmente como yo decía, todo podría ser fascinante sin haberlo preparado.
-Una chica lista, la suya.
-No lo sabe usted bien. Desde entonces ha venido siempre sin avisar, y no me ha ido mal en la conquista. La última visita, de la que hace solo un mes, me dijo que estaba planteándose seriamente el mudarse aquí, pero que aún había cosas que no había visto. Que no conocía nada de los teatros, con lo famosos que eran. Le dije que me dijera, por una vez, cuándo iba a venir, así sacaría unas entradas para cualquier espectáculo.
-Y ella, una vez más, no se lo dijo.
-Efectivamente, Héctor. Alegó que le gustaría saber si un día podían entrarle ganas de ir al teatro y sacar entradas horas antes de la función. Al principio pensé en reservar siempre dos entradas, pero enseguida deseché esa idea. Hay más de 30 teatros con diversas obras, y no tenía ni idea de cuál era la que ella querría ver. Hoy se ha presentado en mi puerta. Ha traído una maleta, Héctor. Hágase a la idea: en varios años de visita, nunca había traído una maleta. Nunca había venido dispuesta a quedarse. Cuando se lo he comentado, algo cansado ya de pensar siempre cuándo llegará el día de la mudanza, pasábamos justo por delante del teatro. Es “El lago de los cisnes”. Era como una señal, ¿sabe? Su madre adoraba a Tchaikovsky, y lo escuchó sin para durante su embarazo. Así que aquí me tiene. Pidiéndole dos entradas para el ballet para que mi novia se venga a vivir conmigo.
Héctor miró compasivamente a aquel chico de pelo rubio revuelto. Era una historia bonita, de eso no había duda. Pero no estaba seguro de que hubiera algo que él pudiera hacer para contribuir a su final feliz.
-Me hago cargo de su situación, joven, pero…
-Por favor. No estaría suplicándole si no creyera que, de verdad usted puede hacer algo. A veces guardan algunas localidades para personalidades importantes, qué se yo, políticos, esas cosas. Por favor, Héctor, entiéndame…

Hacía rato que Ainhoa había colgado y miraba a la taquilla sin poder creérselo. Raúl llevaba más de 15 minutos negociando con aquel señor por unas entradas. No podía demorarlo más, no podía alargar más el sufrimiento. Le vio darse la vuelta, algo abatido, y le dedicó una sonrisa para reconfortarle.
-No te preocupes. Tampoco es que sea muy aficionada al teatro. Planearé mis impulsos encaminados al arte, y listo.
-Ya pero… te hacía ilusión.
Ainhoa sonreía. Estaba tan abatido que no se daba cuenta de la situación.
-Tranquilo, Raúl. Sobreviviré. Podemos sacar entradas para dentro de dos semanas… si quieres. O para dentro de un mes.
Raúl gritó de alegría y levantó a Ainhoa en brazos, que empezó a reírse a carcajadas y, cuando la dejó en el suelo, se besaron.
Desde su taquilla, Héctor sonreía.

-¡Esto hay que celebrarlo! ¿Qué te parece si nos vamos y preparamos una cena en nuestra casa?
-Mejor aún –dijo Raúl, sacando dos papeles del bolsillo. –Te invito al teatro. Nunca he visto “El lago de los cisnes”.
Ainhoa no podía creer lo que estaba viendo. Cogió las entradas y miró a Raúl, alucinada.
-¿Cómo…? ¿Cómo lo has hecho? ¡Es imposible conseguir entradas para esta obra el mismo día!
-Cariño, nunca subestimes el poder de una buena historia. Y la nuestra es de las mejores.

miércoles, 23 de junio de 2010

Verano

Hace dos días, sin hacer ningún ruido, se adentró en mi casa. A su pasó se llevó las noches frías que había sobre el sofá y las sustituyó por un puñado de tardes al sol y de cervezas en terracitas del centro. Tiró todos mis apuntes al suelo y borró las fechas del calendario, para que nunca supiera qué día era. Las horas del día se dividieron en cuatro: antes de comer, media tarde, noche y las que empleara durmiendo. Sin concretar, sin exactitud; todo eso daba igual.
Abrió el armario y lo llenó de vestidos que olían a flores y a buen tiempo, y se deshizo de todos mis zapatos, para que disfrutara al andar descalza por los parques.
Despacito, de puntillas, se asomó a mi habitación y me despertó con un suave beso en la mejilla. Abrí los ojos despacio y le dediqué una sonrisa.
-Hola Verano.- Susurré- Te estaba esperando.

domingo, 6 de junio de 2010

Para siempre

Martín juguetea con el musgo de la roca sobre la que está sentado con las piernas cruzadas. El sol se está a punto de ponerse y, en un rato, él y Luis tendrán que irse a casa. Pero esta vez no es una despedida cualquiera; lo de hoy no es un “hasta mañana”, como lo lleva siendo 7 años. Martín arranca el musgo y mira a Luis, que hace dibujos en la hierba con un palo.
-Es que no lo entiendo –dice con tono triste. -¿por qué te tienes que ir? ¿Es que a tus padres ya no les gusta vivir aquí?
-Eso pensé yo también, pero mamá está también muy enfadada, y papá dice que la culpa es de su jefe por mandarle a trabajar tan lejos. Pero mamá me ha prometido que nos irá muy bien, que tendremos una casa nueva y que haré muchos amigos, aunque yo ya le he dicho que me gusta esta casa y mis amigos de siempre…

Silencio. El sol empieza a meterse ya entre las montañas, pero ninguno de los dos quiere irse. Entonces, Martín tiene una idea.
-Oye, si eso no te gusta… o si no haces tantos amigos o algo así podrías… podrías volver. ¡Seguro que mis padres te dejarían dormir en la cama que hay en mi cuarto! –¡Es una idea perfecta! ¿Cómo no se le habrá ocurrido antes? Así, Luis y él sería hermanos y no tendrían que dejar de jugar cuando se hiciera de noche. Pero Luis no lo ve tan claro.
-Ya… pero mis padres me echarían mucho de menos.
-¿Y crees que yo no te voy a echar de menos? –dice Martín, algo enfadado. ¿Es que no se da cuenta de que es una solución perfecta?
-Si, y yo también te echaré de menos a ti. Pero mis padres no son tan fuertes como nosotros, y seguro que se pondrían muy tristes. Yo también estoy triste, pero sé que volveremos a vernos y eso me alegra un poco.
-¿Ah, si? ¿Y eso como lo sabes, listo?
-Porque eres mi mejor amigo, y los mejores amigos nunca se olvidan, ya veces vuelven y se ven en verano. Y cuando seamos mayores podremos ir a vernos en coche y quedar para nadar en la playa, en la zona de las rocas donde no se puede nadar con flotador.
-¿De verdad? ¿Vendrás a verme? ¿Aunque hagas otros amigos y vayas con ellos a contar hormigas y a jugar a los exploradores?
-De verdad. Te lo prometo.
Los dos niños se abrazan y el sol se oculta del todo tras el horizonte, levándose una etapa de sus vidas y forzándoles a hacerse un poquito más mayores. Como buenos chicos, como siempre, se encaminan hacia el pueblo y, al llegar al cruce del nogal se separan.
-Bueno… pues entonces ya nos veremos.
-Claro, ya nos veremos.

Y los dos caminan hacia sus casas, en direcciones opuestas. Una lágrima asoma al ojo de Martín y, justo en ese momento, Luis le llama a gritos.
-¡Martííííín! ¡Que se me olvidaba! ¡No lo olvides: somos mejores amigos del alma! ¡Para siempre!
Martín levanta los dos brazos en señal de victoria, como hicieron el día que ganaron las carreras de bicis y se prometieron amistad eterna, y grita:
-¡¡Para siempre!!
Y, a pesar de la falta de luz, puede ver perfectamente como Luis le saluda y le sonríe, justo antes de darse la vuelta y desaparecer… pero sólo por algún tiempo.